Jerónima Juncal, de Jesús Ruiz López
Hay libros que no se leen: se atraviesan. Jerónima Juncal, la novela escrita por Jesús Ruiz López, es uno de ellos. Desde su primera página, el lector siente que está entrando en un espacio crudo, denso, donde las cicatrices de los personajes no solo no se disimulan, sino que se abren sin pudor. No es una lectura fácil ni amable. Y precisamente por eso merece la pena.
Narrada con una voz intensa y comprometida, la obra sigue a Jerónima desde una infancia marcada por el abuso y el abandono hasta su deriva como adulta entre la venganza, el instinto de justicia y la necesidad de entender su propio lugar en el mundo. La protagonista —férrea, visceral, compleja— no busca agradar, y eso es quizás su mayor logro como personaje: es profundamente humana, contradictoria, vulnerable y feroz.
Una de las mayores virtudes del libro es su tono. El autor escribe sin concesiones, sin atajos. La narración en primera persona no es solo un recurso estilístico, sino una forma de entrar en la conciencia de Jerónima, con todo lo que eso implica: obsesiones, rabia, inteligencia y, sobre todo, memoria. Porque esta novela es, en el fondo, una reivindicación de la memoria personal como forma de resistencia.
Hay pasajes que incomodan. Escenas que duelen. Diálogos que exploran los márgenes éticos de la venganza, el consentimiento o la culpa. A ratos, el lenguaje se vuelve afilado, casi documental. En otros momentos, sin embargo, hay una poesía brutal, como si lo feo del mundo solo pudiera ser narrado desde la belleza de una frase justa.
No estamos ante una novela de género definido. Hay elementos de thriller, de crónica social, de drama familiar e incluso de novela negra tecnológica. Pero ninguno de esos géneros termina de contener lo que esta historia propone: un recorrido emocional profundo y lleno de grietas, con el crimen como detonante pero no como destino.
Quizá lo que más sorprenda al lector sea el control que el autor ejerce sobre una narración tan extensa y ambiciosa. El ritmo es irregular —como la vida—, y eso juega a favor de la credibilidad. Hay partes que se expanden con detalle clínico, y otras que apenas se insinúan, como si el silencio fuese también parte de la historia.
La crítica que se le podría hacer a la novela tiene que ver con lo mismo que la sostiene: su exceso. Por momentos, el texto bordea lo hiperrealista, lo dramáticamente explícito, lo simbólicamente cargado. Pero incluso cuando roza lo excesivo, el relato se mantiene firme gracias a la fuerza del personaje central.
Jerónima Juncal no es una novela para todos los públicos, ni pretende serlo. Es un libro que desafía. Que incomoda. Que exige al lector no solo paciencia, sino también valentía. Y que deja una pregunta que, al cerrarlo, sigue resonando: ¿hasta qué punto somos capaces de entender —y aceptar— las heridas que nos definen?