La grieta del silencio, de Javier Castillo
Leer a Javier Castillo es, en muchos sentidos, aceptar un pacto: el de dejarte llevar por una trama vertiginosa, en la que cada capítulo busca provocar una reacción inmediata. En La grieta del silencio, ese pacto se cumple con fidelidad. La novela se presenta como un thriller en dos tiempos, con una estructura que alterna presente y pasado, entre asesinatos, secretos y traumas familiares. La propuesta es clara: mantenerte atrapado desde la primera página hasta la última. Y lo consigue… casi siempre.
Lo primero que se percibe es el ritmo. Castillo escribe como quien corre una carrera contrarreloj: capítulos breves, frases ágiles, giros constantes. No hay espacio para respirar. Y eso, para quienes buscan una lectura absorbente y rápida, es una ventaja clara. Pero también implica un riesgo: cuando todo es tensión, la tensión pierde peso.
En La grieta del silencio, el misterio está bien planteado. Hay elementos reconocibles del autor —el juego con la memoria, las heridas de la infancia, los vínculos familiares rotos— pero esta vez hay una atmósfera más contenida, menos efectista que en otras obras suyas. Eso se agradece. El suspense está mejor sostenido y el desarrollo de los personajes, aunque aún funcional, gana algo de profundidad emocional.
Dicho esto, el estilo de Castillo sigue siendo más visual que introspectivo. No busca desentrañar la psicología de sus personajes con sutileza, sino moverlos con eficacia dentro de la trama. A veces, eso deja la sensación de que las emociones están al servicio del argumento, y no al revés. Lo que se sacrifica en matices se gana en agilidad, pero deja fuera a lectores que buscan algo más que una buena historia.
No es una novela que busque la ambigüedad o el subtexto. Todo está dicho con claridad, a veces con demasiada. Pero tiene su mérito: hay un oficio en mantener el interés sin caer en incoherencias, en construir un relato que se sigue con facilidad y que no decepciona en su resolución. No todos los thrillers pueden decir lo mismo.