Leer entre árboles: lo que me enseñó vivir cerca del bosque

Leer entre árboles: lo que me enseñó vivir cerca del bosque

 · Isabel Martínez

Durante años viví en ciudad. No en el centro exacto de ninguna gran capital, pero sí lo bastante cerca como para escuchar el tráfico incluso con las ventanas cerradas. Estaba rodeada de estímulos: librerías, cafés, exposiciones, bibliotecas… Me encantaba aquella intensidad. Me alimentaba de ella. Hasta que un día, sin drama ni ruptura, me fui. No escapé. Solo cambié de dirección. Y terminé aquí: en una casa reformada, entre colinas, huerto, pájaros y un bosque que parece distinto cada mañana.

Vivir cerca del bosque no ha sido solo un cambio de paisaje; ha sido un cambio de ritmo, de silencio, de atención. Y, sobre todo, un cambio de mirada. Porque aquí, las cosas no llegan empujadas por notificaciones: se revelan solas, despacio, cuando dejas de correr.

No fue una decisión romántica, aunque a veces lo parezca. Vine buscando una forma distinta de estar en el mundo. De leerlo. De leerme. Y me encontré con algo que no esperaba: una forma de cultura que no aparece en los museos ni en los algoritmos. Aquí nadie te mide por lo que publicas. Nadie te exige que opines rápido. El tiempo tiene otros planes.

Las primeras semanas me sentí extraña. Era como si el silencio me gritara. Me sentaba en el porche con un libro y no podía leer: miraba los árboles. Contaba los pájaros. Aprendía a distinguir los sonidos. El viento en las hojas no suena igual por la mañana que al atardecer, y eso lo notas cuando estás presente. Pero al principio no sabía estar presente. Me costó.

El bosque tiene un idioma que no se aprende con libros. Es un lenguaje de pausas, de crujidos, de cosas que suceden cuando nadie las mira. Aprendí que las estaciones no son postales, sino procesos lentos y verdaderos. Que hay belleza en lo que cambia de forma silenciosa, sin pedir permiso. Y que hay libros que se entienden mejor después de haber pasado la tarde limpiando una zanja o sembrando habas.

No idealizo la vida rural. Hay días de barro, de cansancio, de mosquitos, de ranas que deciden convertir tu piscina en balneario. Pero hay algo profundamente real en todo eso. Algo que la ciudad me había hecho olvidar: que vivir no es solo consumir, ni demostrar, ni correr tras una meta. Vivir, a veces, es estar quieta. Escuchar. Caminar. Respirar sin miedo a ir lenta.

La cultura —esa palabra tan usada, tan pulida— se vuelve otra cosa aquí. Leer en el bosque no es lo mismo que leer en una sala. Aquí los márgenes se amplían: el texto se mezcla con el sonido de las hojas, con la luz que cambia cada hora, con la conciencia de estar rodeada por algo más antiguo que todas las palabras juntas. Y entonces comprendes que leer también es una forma de pertenecer.

Desde que vivo aquí escribo menos, pero mejor. Con más lentitud, con menos urgencia. Como si cada frase necesitara respirar. Como si las ideas tuviesen que fermentar antes de tomar forma. Ya no siento esa ansiedad por publicar o estar al día. Me interesa más estar conectada con lo que escribo, con lo que leo, con lo que siembro.

Algunos días dejo el libro abierto y me voy a caminar. Me cruzo con corzos, con huellas de jabalí, con flores que no sé nombrar pero que me conmueven igual. Otras veces me quedo en el jardín, descalza, leyendo a Clarice Lispector mientras el sol baja. Todo eso también es cultura. Cultura vivida. Cultura encarnada.

A veces me preguntan si echo de menos la ciudad. Claro que sí. A ratos. Echo de menos librerías de viejo, conversaciones improvisadas, exposiciones que me sacuden. Pero he aprendido a mirar distinto. Y he descubierto que aquí también hay comunidad, solo que es más callada. Está en la vecina que me trae naranjas. En la mujer que me enseña a injertar un cerezo. En la biblioteca pequeña del pueblo, donde el bibliotecario me guarda los libros sin que yo los pida.

Vivir cerca del bosque me ha devuelto el tiempo. Me ha recordado que no somos el centro de nada. Que la cultura no está solo en lo que producimos, sino también en cómo habitamos, en cómo miramos, en lo que decidimos callar.

Y eso, para mí, es la lectura más valiosa que me ha regalado este lugar.

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