¿Qué estamos enseñando? Educación, valores y el reto de no perder el rumbo

¿Qué estamos enseñando? Educación, valores y el reto de no perder el rumbo

 · Jennifer Medina

La educación siempre ha sido el reflejo de la sociedad que la sostiene. Cambia con el tiempo, se adapta a los contextos, evoluciona. Pero en los últimos años, más que evolución, lo que muchos perciben es una desorientación profunda: una pérdida de sentido, una confusión entre modernización y fragmentación, una sustitución de contenidos esenciales por discursos volátiles.
El problema no es solo lo que los niños aprenden —o no aprenden—, sino qué tipo de personas se están formando, con qué valores, con qué horizontes y con qué herramientas reales para vivir, pensar, convivir y crear.

Este artículo busca poner el foco donde duele: en la decadencia de un sistema que ha confundido avance con agitación, y apertura con desarraigo. Y que, si no corrige el rumbo, podría dejar a futuras generaciones más vulnerables que libres.


Una escuela que ya no enseña lo fundamental

Durante siglos, la escuela tuvo una misión clara: transmitir conocimientos básicos, formar el carácter y preparar a los jóvenes para integrarse con criterio en la sociedad. Esto implicaba aprender a leer, escribir, razonar, respetar, expresarse, conocer el pasado, dominar una lengua, entender las bases del mundo físico, matemático y humano.

Hoy, sin embargo, vemos cómo se reducen horas de humanidades, se relativizan los contenidos científicos y se diluyen las exigencias académicas en favor de “aprendizajes blandos”, modas pedagógicas y criterios que cambian cada pocos años.

¿Resultado? Estudiantes que leen poco, escriben mal, retienen menos, se frustran fácilmente y no desarrollan el pensamiento crítico. Y lo más grave: muchos acaban su formación sin haber sido exigidos ni acompañados de verdad, lo cual no genera igualdad, sino la desigualdad más profunda.


La pérdida de los valores tradicionales

Con la llegada de lo “nuevo”, se ha ido dejando atrás todo lo que sonaba a antiguo. Y entre esas cosas han caído valores esenciales: el esfuerzo, el respeto a la autoridad (bien entendida), la constancia, el silencio para escuchar, la gratitud, la capacidad de atención, la humildad para aprender, la responsabilidad.

Muchos educadores, presionados por familias o por normativas cambiantes, han tenido que renunciar a exigir disciplina, a corregir errores, a marcar límites claros. Y una educación sin exigencia ni contención se convierte en una experiencia superficial. Se educa para no molestar, para no “traumatizar”, para evitar conflictos... pero no se educa para crecer ni madurar.

Además, en nombre de la inclusión o la modernidad, se está implantando una visión ideologizada que simplifica el mundo en trincheras, etiquetas y discursos que separan en lugar de unir. El aula se convierte en campo de batalla simbólico, y no en un lugar donde todos aprendan, dialoguen y se enriquezcan.


El desequilibrio entre contenidos y emociones

Es positivo que la educación actual preste atención al bienestar emocional del alumnado. La salud mental debe ser atendida. Pero cuando la gestión emocional sustituye al contenido, el sistema pierde equilibrio.

Los niños no necesitan solo “sentirse bien”. Necesitan también saber pensar, superar dificultades, frustrarse y volver a intentar. Si todo se relativiza, si nada se exige, si toda emoción es intocable, se corre el riesgo de criar generaciones frágiles, sin herramientas para afrontar la realidad.


¿Qué debería cambiar sin caer en los extremos?

La solución no es volver a una educación autoritaria, ni imponer un único relato. Tampoco es mantener la deriva actual, que cambia planes de estudio como si fueran tendencias de moda.
La alternativa pasa por recuperar un núcleo esencial de saberes, valores y prácticas, independientemente de la ideología, y construir sobre él un sistema flexible, humano y exigente. Algunas propuestas:

  • Restituir el valor de lo básico: lectura, escritura, razonamiento lógico, cultura general, historia, literatura, ciencias. Lo esencial no pasa de moda.
  • Formar el carácter, no solo el currículo: enseñar respeto, puntualidad, constancia, gratitud, generosidad. Educar también en virtudes cívicas.
  • Apoyar a los docentes: devolverles autoridad pedagógica, formarlos bien, pagarles dignamente y no convertirlos en burócratas emocionales.
  • Evitar imposiciones ideológicas: ni extremismos conservadores ni progresistas. La escuela no es un púlpito. Es un espacio para formar ciudadanos con criterio, no activistas automáticos.
  • Involucrar a las familias: sin padres comprometidos, ningún sistema educativo funciona. La educación empieza en casa.
  • Tecnología sí, pero con sentido: como herramienta, no como sustituto. Lo digital no puede reemplazar la atención humana ni el pensamiento profundo.

Educar para lo real, no solo para lo correcto

La educación no debe formar personas perfectamente adaptadas a la corrección política del momento. Debe formar mentes libres, con raíces sólidas y alas críticas. Capaces de pensar, no solo repetir. De construir, no solo señalar.
Y eso requiere calma, profundidad, exigencia, acompañamiento, tradición y apertura real.


Conclusión: recuperar el sentido profundo de educar

Educar es un acto de responsabilidad, no de moda. Es preparar a otro para que sea más que lo que el mundo le exige. Para que entienda, cuestione, transforme y también conserve. Para que sepa discernir entre lo esencial y lo accesorio.

No podemos resignarnos a un sistema que lo convierte todo en efímero, superficial o ideologizado. Ni tampoco en un sistema nostálgico, que idealiza el pasado.

El reto es enorme: construir una educación que combine sabiduría y libertad, firmeza y ternura, conocimiento y verdad. Una educación que no renuncie a formar personas enteras, lúcidas, valientes.
Y para eso, quizás debamos empezar no cambiando de ley, sino recuperando el sentido.

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