
Vuelve el ritual de ir al cine (pero diferente)
Durante años, el auge de las plataformas de streaming pareció condenar el cine a una experiencia doméstica, individual y silenciosa. Las cifras eran claras: cada vez se vendían menos entradas, especialmente entre los jóvenes, y muchas salas históricas cerraban o sobrevivían con dificultad. Sin embargo, en los márgenes de esa narrativa, ha comenzado a florecer otro fenómeno: el regreso del cine como experiencia compartida, íntima y ritual. No en grandes cadenas ni multisalas, sino en espacios pequeños, cineclubs, proyecciones al aire libre o iniciativas comunitarias que reivindican mirar juntos como un acto cultural.
Las nuevas formas de asistir al cine no buscan competir con la comodidad del sofá. Lo que proponen es algo distinto: una experiencia más sensorial, más humana, más lenta. En vez de pantallas gigantes con butacas numeradas y palomitas industriales, ofrecen sillas plegables en patios interiores, mantas sobre el césped, charlas tras la proyección, vino en lugar de refrescos. El cine no como producto, sino como encuentro.
Este fenómeno no es exclusivo de las grandes ciudades. Desde pequeños pueblos hasta barrios periféricos, han surgido iniciativas que transforman bibliotecas, plazas, patios escolares o incluso azoteas en salas improvisadas. Cineclubes que programan ciclos temáticos, festivales que apuestan por películas de autor, asociaciones vecinales que montan pantallas en paredes encaladas durante las noches de verano.
La clave está en el contexto. En estas proyecciones, ver una película no es solo consumir una historia. Es estar juntos. Es conversar, mirar al otro mientras el otro mira, compartir risas, silencios o asombros. El público no es anónimo: muchas veces se conoce, intercambia recomendaciones, forma comunidad.
Este modelo también ha abierto espacio para otro tipo de cine. Obras que quizás no llegan a las grandes plataformas, pero que encuentran en estos espacios un público atento, curioso y fiel. Documentales, cine independiente, cortos experimentales, clásicos olvidados. La programación deja de estar dictada por los algoritmos y responde, en cambio, a un deseo genuino de descubrimiento y diálogo.
Además, este retorno del cine presencial va acompañado de un rediseño de los espacios. Salas con menos de 50 asientos, iluminación cálida, programación cuidada, incluso pequeñas librerías o cafeterías anexas que refuerzan la atmósfera cultural. El espectador ya no es un cliente anónimo: es parte de una experiencia compartida.
Frente al aislamiento del visionado digital, estas iniciativas recuperan el cine como acto colectivo. Como un lugar donde uno no va solo a entretenerse, sino también a encontrarse. Donde la película no termina con los créditos, sino que continúa en la conversación, en el paseo de vuelta, en la sensación de haber vivido algo junto a otros.
El cine, lejos de desaparecer, está reinventando su lugar en la cultura. Y lo está haciendo en voz baja, pero con una fuerza que recuerda por qué, durante más de un siglo, sentarse en una sala oscura a mirar una historia en pantalla fue —y sigue siendo— un ritual insustituible.